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lunes, 22 de marzo de 2010

Cuba: Amalia Simoni, amor y coraje

Por Mariana Ramírez Corría

La Habana, marzo (SEMlac).-

Nadie podía imaginar que la hija de José Ramón Simoni y María del Pilar Argilagos, nacida en pañales de seda y disfrutando de una niñez y una juventud dentro de la más alta aristocracia de la provincia de Camagüey, a unos 550 kilómetros de esta capital, se fuera a convertir en la esposa per se del legendario jurista, caudillo y libertador Ignacio Agramonte y Loynaz.
Su educación estuvo regida por fuertes rigores éticos y abarcaría no sólo las asignaturas primordiales, sino una exquisitez adquirida en escuelas y universidades de Europa y Estados Unidos.
En la reciente biografía que viera la luz en la recién concluida Feria Internacional del Libro 2010, sus autores Roberto Méndez y Ana María Pérez subrayan no sólo las cualidades de Amalia, sino su encuentro con quien sería su único amor y junto a quien emprendería la larga lucha por la libertad del suelo que la vio nacer.
Nadie mejor que los autores para describir aquel momento: "no es difícil imaginar los hechos, como quien reconstruye una novela romántica: en el salón de aquella familia de la alta sociedad habanera, el novel jurista Ignacio Agramonte se aparta un momento de la esquina donde conversaba de asuntos públicos, para fijar su atención en la mayor de las Simoni, que acaba de cantar una romanza", relatan.
"Fijan sus ojos uno en el otro y ya ninguno de los dos tiene un instante para los otros asistentes...por un momento, no importan la política, los periódicos, ni la música. Acaba de comenzar uno de los amores más notables del siglo XIX cubano...no hubo obstáculo que pudiera separarlos jamás: ni la muerte".
Herminia, la hija de la pareja, escribiría: "al encontrarse Amalia e Ignacio se amaron eternamente". Corría el año 1866.
Don José Ramón Simoni quería para su hija Amalia un esposo que no fuera tan impetuoso e idealista como Ignacio. Pero ya nada impediría que, en un ambiente de prohibición y ocultamiento, comenzara la correspondencia amorosa.
No se conservan las cartas de Amalia, salvo una; se cree que Ignacio las llevaba consigo al caer en los campos de Cuba. Las de él, las guardó celosamente Amalia, modelos de género y de rasgos costumbristas de una sociedad refinada y contradictoria.
Después de muchas cartas y vicisitudes, Amalia e Ignacio lograron contraer matrimonio el primero de agosto de 1868, en la iglesia de la Soledad, en Misa de Velaciones, para consagrar el matrimonio dentro de esa celebración religiosa, que no de otra manera se hubiera permitido en aquella época.
Sólo tres meses pudieron hacer vida matrimonial de forma estable. No fue sencillo para ella mudarse a una casa modesta, si se la compara con la quinta Simoni. Ni tampoco modificar, en poco tiempo, su modus vivendi, con escasos recursos económicos.
Con el alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868, comenzó la guerra de liberación en la convulsa isla. Ignacio se unió a la insurrección.
La vida de Amalia había cambiado y el país también. Ya asomaba su embarazo. Ella no pretende, ni pretendió nunca, un rol protagónico. Lo suyo fue apoyar, alentar y esperar.
A las carencias materiales se sumaba la tortura psicológica: la vulnerabilidad del hogar. En un punto de la Sierra de Cubita, construyó el padre Simoni un bohío de tablas de palma para acoger a la familia: refugio para Ignacio. Allí nació Ignacio Ernesto, en mayo de 1869.
El esposo comprometido marcha a la manigua; Amalia a Nueva York donde, el 20 de febrero de 1871, naciera su hija Herminia. Su padre nunca la pudo abrazar.
Las cartas iban y venían. Las epístolas cuajadas de confianza y esperanza los unían y, al mismo tiempo, afianzaban más aún su amor eterno y su compromiso con la Patria.
Después de un tiempo, la familia Simoni tuvo que marchar a Mérida, Yucatán, donde existía una activa emigración cubana. Allí Amalia logró impartir clases de canto y piano. Parte de lo recaudado, que ayudaba a los gastos hogareños, iba a la insurrección. Nunca dejó de colaborar con lo que, ya para ella, era parte de su vida diaria. Chile, tortillas y huipil junto a Don Simoni, que cuida de sus hijos y nietos.
Continúan las cartas, aunque muchas no llegan a su destino. El 11 de mayo de 1873 cae el caudillo en Jimaguayú, tierra camagüeyana. Tardíamente su esposa recibe la noticia.
Su cadáver fue incinerado y lanzadas sus cenizas al viento; la esposa enfermaba de cuidado. No resultó sencillo para ella volver a la vida cotidiana. Nunca más vistió de otro color que no fuera el negro.
Como continuara mal de salud, su madre la llevó a Nueva York. Allí conoció a José Martí y junto a este ofreció su colaboración en cuanta tarea fue necesaria. Hasta el fin de sus días firmó Amalia Simoni de Agramonte.
Sus padres regresaron a Camagüey y trataron de hacer habitable la quinta Tínima. Amalia volvió a Cuba en varias ocasiones y cuando murió su padre, abierta de nuevo la herida aún no cicatrizada de su Ignacio, regresó a la urbe neoyorkina llevando consigo a su madre.
Al cabo de un tiempo, regresó definitivamente a su Cuba. Ya la revolución del ´95 había logrado una independencia mediática. En la casa paterna enferma y su hija Herminia, que ya residía en La Habana, la lleva consigo.
El 22 de enero de 1918, la esposa del general Agramonte se reclina en un sofá mientras su hija tocaba el piano. Herminia la mira y, pensando que dormía, dejó de tocar. El cansado corazón de Amalia había dejado de latir.
El primero de diciembre de 1991, día escogido en memoria de igual fecha de 1868, cuando ella salió de la isla para incorporarse a la insurrección, sus restos fueron trasladados, en una urna cubierta con la bandera cubana y gladiolos, al cementerio camagüeyano. En esa ocasión la quinta Tínima, totalmente restaurada, fue convertida en Casa de la Mujer Camagüeyana.

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